Por Laura Allen
Louisa llevaba una enorme sombrilla negra adornada con los tangos de la ciudad. Bailaba por las calles a media noche y abrazaba la lluvia en cada movimiento. Se desabotonaba la blusa y las gotas le escurrían por todo el pecho, se anclaban a su ombligo y ella gemía cuando los semáforos estaban en rojo. Movía sus muñecas simulando que escribía en el aire y pintaba con acuarelas invisibles las paredes de París. Sus labios rojo carmín y Coco Channel abrazándose de su cuello.
¿Cómo no iba a enamorarme de Louisa? Yo me salía a verle cuando los semáforos avisaban que la ciudad se detenía. Ella siempre tan ella. Siempre ella, siempre. Sus mejillas parecían dos piezas de porcelana y ella se incendiaba en medio de la noche y florecía como un jardín de jacarandas. Ella, Louisa, tan breve y tan completa. Tan todo que nos parecía tener nada cuando intentábamos acercarnos a su vida.
Jean- Marc me tomaba del saco y me decía con su voz de poeta que le escribiera una carta a Louisa. Yo no tenía nada en mis bolsillos que no fueran trozos de papel con fragmentos de poemas, con pensamientos volátiles a los que les regalaba un poco de tierra donde habitar. ¿Una carta? ¿Qué podría yo decirle a la venerada Louisa? ¿Qué podría escribirle que no le hayan dicho antes? Yo sólo era un intento de escritor, un loco que despeinaba la vida, un cazador de letras, un melómano nocturno que odiaba madrugar.
¿Qué podría yo ofrecerle a la inigualable Louisa? ¿Unos versos entintados de mi prosa? ¿Una lista de canciones chilenas? ¿Algo más ordinario? ¿Un café con crema de vainilla? No. Yo no tenía nada que ofrecerle. Es que ella era tan inalcanzable. Era tan sencilla que eso era exactamente lo que le hacía tan compleja.
Ayer fui al Coin Solitaire, el café de la esquina. Un café tranquilo donde nos reunimos los pseudo-escritores, poetas novatos, guionistas retirados, cuentistas ilusionados y demás almas que se regocijan en la literatura. Me senté en la mesa de la esquina, esa con vista a la calle, la de la ventana sin cortina. Me gusta sentir cómo el viento besa mis mejillas. Vi a Louisa cruzar la calle. Parecía que llevaba música en las venas. Desde donde estaba sentado alcanzaba a ver cómo ella emanaba corcheas en cada paso que daba. Llegó a la banqueta, hizo hueco entre las hojas anaranjadas y secas que habían caído de los gigantes árboles y se sentó.
Segundos después, se sentó al lado de ella una chica más alta, de cabello largo y negro, de ojos grandes y azules, de tez pálida y labios rosas. Louisa sacó una caja de cigarrillos y encendió uno. Lo tomó entre los dedos con una delicadeza impresionante. El humo se disipó en el ambiente y la chica junto a ella sólo la observaba. Yo ya no sentía el viento en mis mejillas, estaba tan atento a aquel escenario que el aire decidió tomar otro rumbo. Anclé mi vista a las manos de Louisa, tomé el bolígrafo. Lo había decidido. Le haría caso a Jean- Marc y le escribiría algunas líneas a Louisa. Dentro del Coin Solitaire la música hizo juego con la situación.
Cuando el bolígrafo estaba a punto de escribir la primera letra todo se detuvo. Se congeló la imagen. ¿Qué es lo que estaba viendo? Se besaron. La besó. ¡La chica de cabello negro besó a Louisa! Louisa correspondió aquel beso. Dos labios perfectos unidos para compartir el deseo. Dos bocas hambrientas de amor se soldaron.
Sus labios. Los labios de Louisa. Los labios de la otra chica. Todo se inmovilizó. La tinta de mi bolígrafo se secó. Mi libreta enmudeció. Mi café se descafeinó. El azúcar no endulzó y mis poemas cobraron más sentido. Era una total catástrofe. El universo colapsó. Y es que nadie más lo entiende, pero era tan lógico que Louisa estuviera enamorada de una mujer.
Louisa siempre fue inalcanzable para todo hombre, siempre le vimos tan perfecta que nos atemorizaba acercarnos, dirigirle alguna palabra, preguntarle acerca de su vida. Una mujer siempre es más valiente y más hermosa. La chica merecía la utopía de Louisa. Dos mujeres siempre son más que una jauría de hombres.
Hoy estoy de nuevo en el Coin Solitaire. Ya no se ha visto a Louisa; sin embargo, yo sigo escribiendo poemas que nunca va a leer, poemas que nacen al pensar en su sonrisa sincera, en sus ojos coquetos, en sus manos de artista, en su caminar desinhibido, en sus labios carnosos, en su cabello desperfecto y en sus mejillas rosadas. Siempre he pensado que Louisa llenaba de música las calles y que la de la suerte era la lluvia, por recorrer su cuerpo sin siquiera pedir permiso. Yo sólo soy un intento de escritor, que no deja de pensar en Louisa.