Cuento: Pudor Post Mortem

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Por Luis Mario de León

Como era de esperarse, la manera en que morí fue patética.

Uno siempre se fantasea como un héroe y se predice una muerte gloriosa. No sé, morir ahogado tras el derrumbe de un avión en el atlántico, en un espectacular accidente automovilístico o en un trágico ejercicio de paracaídismo. Pero no fue así.

Era un día común como cualquier otro, tal vez un poco más por ser martes, y empezó como tal. A mis treinta y cuatro años había dejado atrás la mayoría de los vicios, y más por gusto que por obligación llevaba una vida medianamente saludable. Desayuné avena, un licuado con frutos del bosque y demás pendejadas de moda, huevos con pan y un vaso de leche con chocolate.

Hacía muchos años ya no fumaba entre semana, pero ése día se me antojó. Me fumé un cigarrillo con el guardia de la oficina mientras me contaba de sus planes de retiro, y genuinamente me sentí contento por él. Había tenido una vida que yo consideraba muy triste, y ahora estaba enfermo o con alguna dolencia la mayor parte del tiempo. Al menos tenía una familia que lo adoraba, y en medio año podría retirarse y ver a sus nietos crecer. Pasé toda la mañana pensando en mi miserable plan de retiro y en cómo mi generación jamás iba a tener acceso a un plan de salud decente. Llegué a la conclusión de que ya habría tiempo de pensar en ello. Hoy no.

Fui a comer con Anahí. No había planes de matrimonio ni  nada parecido, pero estábamos a punto de irnos a vivir juntos. Anahí se había casado joven y a los veintisiete ya era divorciada, por lo mismo sabía que a veces es mejor estirar el noviazgo antes que apresurarse. Entre semana nos veíamos dos veces dependiendo de la ocupación de los trabajos, y el fin de semana ella se quedaba conmigo o yo con ella, y así éramos felices.

Afortunadamente ése día fue una charla divertida y ligera, nada importante ni serio. Hablamos de sus alumnos, de mis pacientes e hicimos planes para ir de vacaciones a la playa lo más pronto posible. Se nos hizo tarde, me hubiera gustado darle un beso más sentido, pero de haber sabido… Lo último que le dije fue “!Traes la etiqueta de fuera!”, y por suerte la despedí con una nalgada.

En la tarde tuve dos pacientes. Un niño llamado Diego que tenía problemas de conducta en la escuela y que me caía muy bien. Me recordaba un poco a mí,  de imaginación desbordada a veces y con culposos pensamientos oscuros. Jugamos con unas figuras de acción y su mamá me dijo que la próxima semana no podrían asistir a sesión. Le dije que no se preocupara. El segundo paciente era una adolescente profundamente deprimida. Odiaba su aspecto y no encontraba en sí misma ninguna virtud. También me recordaba a mí.

Pasó una buena parte de la sesión llorando, y me gusta pensar que cuando se fue se sentía un poco mejor. No sé por qué pero por primera vez en mucho tiempo se despidió de beso y me abrazó rápidamente. Me quedé un rato en el consultorio, esperando a que la lluvia bajara. Disfrutaba de ver a las personas y los coches pasar por la ventana, cada persona héroe y villano de su propia historia.

Fui al gimnasio. Mientras calentaba comencé a sentir mareo y presión en el brazo izquierdo. Tal vez debí darle más importancia. Hice mi rutina normal. Comencé con media hora de cardio, hice media hora de pesas y finalicé con un poco de más cardio. El mareo continuaba, y pensé que me había excedido con las pesas, pero seguí. “Los machines no se marean” diría mi padre.

De repente, vomité sobre la escaladora y me desplomé miserablemente como un costal de papas. Dudo mucho describirlo claramente, pero definitivamente no es como en Ghost. Ya saben, la película en la que Patrick Swayze muere y se comunica con Demi Moore a través de Whoopi Goldberg, la de la escena erótica con el barro.

Bueno, en resumen, no te separas de tu cuerpo y te haces medio transparente con la ropa que traías puesta antes de morir. Es más como cambiar de tomas en una película. Te ves en primer plano, en un principio, y cuando descubres que puedes mirar alrededor comienzas a ver en medios planos a los demás. Toma rato acostumbrarse, todo eso sin tomar en cuenta la pesada realización de que estás muerto. Como no hay estómago donde sentir vacío, ni cabeza donde sentir terror, uno se queda contemplando su cuerpo desarmado y las caras de susto de los demás. Así nomás.

La ambulancia tardó bastante, naturalmente, y para cuando llegó ya tenía alrededor a un montón de espectadores sudorosos a quien les había arruinado su rutina de ejercicios. Incluso en ese momento me sentí apenado con ellos, y desee disculparme, pero después pensé en que mi noche se habría arruinado peor, entonces que se jodan.

Camino al hospital sucedió algo curioso. Un joven paramédico intentó reanimarme y casi lo logra. Por momentos volví a sentir mis extremidades y en una ocasión la cara, y el joven seguía esforzándose y yo quería decirle que siguiera, que no se rindiera, pero su compañero, un hombre mayor, le dijo que ya estaba, que no había nada que hacer. Miré la cara de tristeza del joven paramédico y me sentí agradecido con él. Prometí no olvidarlo.

Llegando al hospital me llevaron al sótano y me dejaron un buen rato recostado. Después llegó un gordo, me tomó las huellas digitales y me puso una etiqueta en un dedo del pie como si fuera una puta alfombra. Me molestaba el silencio y esa luz blanca, igual que en vida.

Pensé en Anahí, en su sonrisa y en las vacaciones planeadas. Recordé a mis padres, a mi hermana y a mis amigos. Me sentí afortunado de tener a quién extrañar. No la había pasado mal, en cualquier caso había tenido una breve pero sustanciosa existencia. Fue una noche larga.

Al día siguiente llegó una doctora joven muy atractiva. Entre ella y su ayudante me quitaron la ropa. Sentí pena de encontrarme en esa situación, me hubiera gustado decirles que no era mi mejor momento. Tenía el pelo todo pegado por el sudor, no me había afeitado en dos días y la luz blanca no beneficiaba mi ya de por si dañado cutis, pero se me ocurrió que al menos las pesas y el cardio habían hecho su trabajo, y no me veía tan mal después de todo. Entre firme y tieso se diría.

El ayudante se fue y me quedé a solas con la doctora. Si estuviera vivo me hubiera sonrojado. Comenzó a palparme por todo el cuerpo y a tomar anotaciones. Intenté halagarla con una agradecida erección, pero fracasé.

Me pregunté por qué una mujer tan guapa tendría un trabajo tan horrible y poco glamoroso. Así estuvimos un rato; después me dibujó por todos lados con un plumón. Finalmente, sacó un montón de herramientas y supe lo que seguía.

La atractiva doctora comenzó a lo suyo y sucedió algo increíble. Sentía cada corte, cada crujir y cada órgano saliendo de mi cuerpo, pero no había dolor. Es como si mi cuerpo fuera solo calor, frío y electricidad. La doctora comenzó a cantar “Supreme” de Robbie Williams y me perdí en su voz.

Lentamente, fui perdiendo la capacidad de concentrarme en su voz, y la sensación del cuerpo era cada vez más lejana. Me sentía afortunado de que aquella doctora atractiva fuera lo último que sentía, y su bella voz lo último que escucharía.

Dejé de sentir. Dejé de escuchar. Comencé a volar.

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